Esos verbos que acompañan a Érika
Érika Matthews nació y creció en San Martín de Turumbang. Con el auge de la minería, esa comunidad, en la frontera entre el estado Bolívar y el Esequibo, poco a poco se transformó en un epicentro de violencia, deforestación y enfermedades. La protagonista de esta historia salió de ese pueblo a estudiar en la Universidad Católica Andrés Bello, pero ha vuelto para inspirar y ayudar a otros.
—Ven, Érika. Mira cómo papá sutura esta herida.
A veces, cuando el papá trabajaba, llamaba a la hija para que lo viera. Érika Matthews, siempre muy curiosa, paraba sus juegos con la pelota y corría a su lado. A sus 7 años se sentía afortunada: podía ver, en primera fila, cómo trabajaba el único enfermero de San Martín de Turumbang, una comunidad indígena en la frontera entre el estado Bolívar y el Esequibo, donde vivían.
Su padre siempre andaba en movimiento: Todos los días recorría el pueblo y sus alrededores. Curaba las laceraciones de los vecinos, mediaba entre los que tenían conflictos, diagnosticaba la fiebre a los niños e indicaba a los padres qué debían hacer para que se curaran.
La madre de Erika también era muy activa, pero en un aula de clases. En la única escuela del pueblo enseñaba matemáticas, idiomas y ciencias naturales. Trataba de fusionar en su pénsum las enseñanzas de las distintas culturas indígenas milenarias y la cultura de la Venezuela contemporánea. Orientaba a sus alumnos, incluso después de que pasaban al liceo; los motivaba a que estudiaran, a que expandieran sus caminos.
Enseñar, unir y sanar.
Esos verbos siempre han acompañado a Erika. Creció oyéndolos, viendo qué significan.
Son los que usa para decir qué entiende ella por “liderazgo”. Enseñar, unir y sanar.
San Martín de Turumbang es un sitio de sinergia. Allí, desde hace siglos, conviven al menos tres comunidades indígenas de la Amazonía. Los akawaios, los kariñas y los arekunas —una de las comunidades que conforman la cultura pemón— habitan lo que hoy es el norte de Brasil, el oriente de Venezuela y el territorio Esequibo, disputado entre Guyana y Venezuela. Fue allí donde los padres de Erika (él akawaio; ella kamarakoto, otra de las comunidades que conforman la cultura pemón) decidieron permanecer y formar su familia: tuvieron cuatro hijos.
Las tres comunidades se podían entender entre sí aunque sus idiomas tienen variantes. Érika podía jugar fútbol con sus amigos, y les entendía cuando hablaba con ellos. A veces ella viajaba sola a Puerto Ordaz, a más de 320 kilómetros de distancia de San Martín de Turumbang, a jugar en las canchas de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB): se comunicaba, sin problemas, en español.
Aunque San Martín de Turumbang era apacible, a veces había problemas. Personas de la comunidad peleaban entre ellos. O con foráneos, que llegaban a extraer minerales de la tierra. O discutían, porque no se ponían de acuerdo en la solución a problemas comunes. Érika recuerda que su padre llegó a atender vecinos con heridas de machete: él curaba las heridas físicas de sus vecinos, y la mamá enseñaba las semejanzas y diferencias de las culturas. De algún modo, el objetivo de ambos era el mismo: que todos convivieran en armonía.
Así fue por mucho tiempo, hasta abril de 2016.
La violencia en San Martín de Turumbang aumentó desde que Nicolás Maduro autorizó el extractivismo en el norte de la Amazonía venezolana, en una enorme extensión que denominó Arco Minero del Orinoco. Son más de 111 mil 843 kilómetros cuadrados: el 12,2 por ciento del territorio nacional, un área casi del tamaño de Honduras.
San Martín de Turumbang estaba inmerso en el Arco Minero.
Al poco tiempo, merodeaban grupos armados llamados “sindicatos”, que buscaban crear y controlar minas clandestinas.
Las comunidades indígenas no tardaron en responder ante esa amenaza: ese mismo año crearon la figura de los “guardias territoriales”, indígenas que se dedicaban a monitorear sus tierras ancestrales, espacios que los pueblos indígenas consideran invaluable por ser el origen de sus leyendas y costumbres, y que además es el hábitat de cientos de especies animales y vegetales endémicas.
Los guardias territoriales eran centinelas pacíficos: no tenían armas de fuego. Su tarea era alertar a la comunidad para que, entre todos, abordaran cualquier intento de invasión.
Pero los sindicatos sí empuñaban sus armas: la comunidad veía cómo trataban de imponerse. A diario.
Un día de aquel abril de 2016, el padre de Érika salió a llevar a sus vecinos en lancha por el río Cuyuní, el afluente donde se asentaba el pueblo. Se había alejado un poco de la enfermería porque necesitaba más dinero para atender a su familia. Aprovechó el viaje también para pasar consulta a los jóvenes indígenas que cumplían su turno como centinelas en esa zona, el extremo oeste del pueblo.
Como pasaba el tiempo y no regresaba, Érika, que entonces ya tenía 17 años, comenzó a buscarlo con su madre. Sabían que, por su liderazgo, corría riesgo: no solo era porque él también era guardia territorial, sino porque todo el mundo sabía que era el único enfermero del pueblo.
No lo conseguían. La gente les decía a ella y a su madre que a él se lo habían llevado “los sindicatos”. No quisieron dar crédito a aquella información. Y siguieron buscando. Buscaron y buscaron a lo largo de 3 días, hasta que supieron la noticia: que él ahora formaba parte de una estadística. Ese año en el país hubo 28 mil 479 asesinados. El Observatorio Venezolano de Violencia dice que el 25 por ciento de las muertes de 2016 fue por sicariato. O sindicariato, como le dicen en Bolívar.
Ellas denunciaron, pero las autoridades no iniciaron una investigación.
Su caso sigue abierto.
La madre de Erika decidió salir con sus hijos de San Martín de Turumbang. No podía alimentar a una familia de cuatro una profesora jubilada que ganaba menos de cinco dólares mensuales. Así que se fueron de allí. No les quedó de otra que vivir cerca de una veta, en las cercanías de El Dorado, en algún punto entre San Martín de Turumbang y Puerto Ordaz. Érika solo veía tierra, excavadoras, oro, violencia y mosquitos, muchos mosquitos. De hecho, tuvo malaria siete veces en seis meses.
Buscaron trabajo en restaurantes, en tiendas y en autolavados. Pero no había trabajo que no estuviera ligado a la minería. El extractivismo estaba en auge.
La mamá de Erika la motivó a que se fuera lejos, con la esperanza de que tuviera un mejor horizonte.
Ella le hizo caso: se fue sola a Puerto Ordaz. Comenzó a caminar por las calles buscando trabajo. Tras días sin éxito, recibió una llamada de un profesor de la UCAB, que la había visto muchas veces jugando fútbol en la universidad.
—Érika, te tengo una oportunidad para que estudies en la UCAB. Pero te tienes que venir ya.
Érika se fue a estudiar derecho. Fue la carrera que más le llamó la atención. Quería saber por qué la sociedad en Venezuela se organizaba a través de instituciones y no por la sabiduría de los ancianos como en sus comunidades, que normalmente buscan mantener intactas las costumbres de su cultura.
Allí conoció los centros de estudiantes y vio cómo ellos ayudaban a otros compañeros. Leyó normativas sobre el espacio cívico en Venezuela y, poco a poco, se dio cuenta de que los jóvenes también podían organizarse para generar soluciones para sus comunidades. También notó, buscando en las bibliotecas y preguntándole a sus profesores, que las normativas sobre la delimitación de los territorios ancestrales y la protección y enseñanza de las lenguas indígenas no cubría a todos los pueblos indígenas por igual.
—¿Tan grave es la cosa por allá? —preguntaban sus amigas cuando ella les contaba su historia.
—No te creo —le decían con asombro.