Esos verbos que acompañan a Érika

TEXTO:
Joshua De Freitas
ILUSTRACIONES:
Robert Dugarte

Érika Matthews nació y creció en San Martín de Turumbang. Con el auge de la minería, esa comunidad, en la frontera entre el estado Bolívar y el Esequibo, poco a poco se transformó en un epicentro de violencia, deforestación y enfermedades. La protagonista de esta historia salió de ese pueblo a estudiar en la Universidad Católica Andrés Bello, pero ha vuelto para inspirar y ayudar a otros.

—Ven, Érika. Mira cómo papá sutura esta herida.

A veces, cuando el papá trabajaba, llamaba a la hija para que lo viera. Érika Matthews, siempre muy curiosa, paraba sus juegos con la pelota y corría a su lado. A sus 7 años se sentía afortunada: podía ver, en primera fila, cómo trabajaba el único enfermero de San Martín de Turumbang, una comunidad indígena en la frontera entre el estado Bolívar y el Esequibo, donde vivían.

Su padre siempre andaba en movimiento: Todos los días recorría el pueblo y sus alrededores. Curaba las laceraciones de los vecinos, mediaba entre los que tenían conflictos, diagnosticaba la fiebre a los niños e indicaba a los padres qué debían hacer para que se curaran.

La madre de Erika también era muy activa, pero en un aula de clases. En la única escuela del pueblo enseñaba matemáticas, idiomas y ciencias naturales. Trataba de fusionar en su pénsum las enseñanzas de las distintas culturas indígenas milenarias y la cultura de la Venezuela contemporánea. Orientaba a sus alumnos, incluso después de que pasaban al liceo; los motivaba a que estudiaran, a que expandieran sus caminos.

Enseñar, unir y sanar.

Esos verbos siempre han acompañado a Erika. Creció oyéndolos, viendo qué significan.

Son los que usa para decir qué entiende ella por “liderazgo”.  Enseñar, unir y sanar.

 

San Martín de Turumbang es un sitio de sinergia. Allí, desde hace siglos, conviven al menos tres comunidades indígenas de la Amazonía. Los akawaios, los kariñas y los arekunas —una de las comunidades que conforman la cultura pemón— habitan lo que hoy es el norte de Brasil, el oriente de Venezuela y el territorio Esequibo, disputado entre Guyana y Venezuela. Fue allí donde los padres de Erika (él akawaio; ella kamarakoto, otra de las comunidades que conforman la cultura pemón) decidieron permanecer y formar su familia: tuvieron cuatro hijos.

Las tres comunidades se podían entender entre sí aunque sus idiomas tienen variantes. Érika podía jugar fútbol con sus amigos, y les entendía cuando hablaba con ellos. A veces ella viajaba sola a Puerto Ordaz, a más de 320 kilómetros de distancia de San Martín de Turumbang, a jugar en las canchas de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB): se comunicaba, sin problemas, en español.

Aunque San Martín de Turumbang era apacible, a veces había problemas. Personas de la comunidad peleaban entre ellos. O con foráneos, que llegaban a extraer minerales de la tierra. O discutían, porque no se ponían de acuerdo en la solución a problemas comunes. Érika recuerda que su padre llegó a atender vecinos con heridas de machete: él curaba las heridas físicas de sus vecinos, y la mamá enseñaba las semejanzas y diferencias de las culturas. De algún modo, el objetivo de ambos era el mismo: que todos convivieran en armonía.

Así fue por mucho tiempo, hasta abril de 2016.

 

La violencia en San Martín de Turumbang aumentó desde que Nicolás Maduro autorizó el extractivismo en el norte de la Amazonía venezolana, en una enorme extensión que denominó Arco Minero del Orinoco. Son más de 111 mil 843 kilómetros cuadrados: el 12,2 por ciento del territorio nacional, un área casi del tamaño de Honduras.

San Martín de Turumbang estaba inmerso en el Arco Minero.

Al poco tiempo, merodeaban grupos armados llamados “sindicatos”, que buscaban crear y controlar minas clandestinas.

Las comunidades indígenas no tardaron en responder ante esa amenaza: ese mismo año crearon la figura de los “guardias territoriales”, indígenas que se dedicaban a monitorear sus tierras ancestrales, espacios que los pueblos indígenas consideran invaluable por ser el origen de sus leyendas y costumbres, y que además es el hábitat de cientos de especies animales y vegetales endémicas.

Los guardias territoriales eran centinelas pacíficos: no tenían armas de fuego. Su tarea era alertar a la comunidad para que, entre todos, abordaran cualquier intento de invasión.

Pero los sindicatos sí empuñaban sus armas: la comunidad veía cómo trataban de imponerse. A diario.

Un día de aquel abril de 2016, el padre de Érika salió a llevar a sus vecinos en lancha por el río Cuyuní, el afluente donde se asentaba el pueblo. Se había alejado un poco de la enfermería porque necesitaba más dinero para atender a su familia. Aprovechó el viaje también para pasar consulta a los jóvenes indígenas que cumplían su turno como centinelas en esa zona, el extremo oeste del pueblo.

Como pasaba el tiempo y no regresaba, Érika, que entonces ya tenía 17 años, comenzó a buscarlo con su madre. Sabían que, por su liderazgo, corría riesgo: no solo era porque él también era guardia territorial, sino porque todo el mundo sabía que era el único enfermero del pueblo.

No lo conseguían. La gente les decía a ella y a su madre que a él se lo habían llevado “los sindicatos”. No quisieron dar crédito a aquella información. Y siguieron buscando. Buscaron y buscaron a lo largo de 3 días, hasta que supieron la noticia: que él ahora formaba parte de una estadística. Ese año en el país hubo 28 mil 479 asesinados. El Observatorio Venezolano de Violencia dice que el 25 por ciento de las muertes de 2016 fue por sicariato. O sindicariato, como le dicen en Bolívar.

Ellas denunciaron, pero las autoridades no iniciaron una investigación.

Su caso sigue abierto.

 

La madre de Erika decidió salir con sus hijos de San Martín de Turumbang. No podía alimentar a una familia de cuatro una profesora jubilada que ganaba menos de cinco dólares mensuales. Así que se fueron de allí. No les quedó de otra que vivir cerca de una veta, en las cercanías de El Dorado, en algún punto entre San Martín de Turumbang y Puerto Ordaz. Érika solo veía tierra, excavadoras, oro, violencia y mosquitos, muchos mosquitos. De hecho, tuvo malaria siete veces en seis meses.

Buscaron trabajo en restaurantes, en tiendas y en autolavados. Pero no había trabajo que no estuviera ligado a la minería. El extractivismo estaba en auge.

La mamá de Erika la motivó a que se fuera lejos, con la esperanza de que tuviera un mejor horizonte.

Ella le hizo caso: se fue sola a Puerto Ordaz. Comenzó a caminar por las calles buscando trabajo. Tras días sin éxito, recibió una llamada de un profesor de la UCAB, que la había visto muchas veces jugando fútbol en la universidad.

—Érika, te tengo una oportunidad para que estudies en la UCAB. Pero te tienes que venir ya.

Érika se fue a estudiar derecho. Fue la carrera que más le llamó la atención. Quería saber por qué la sociedad en Venezuela se organizaba a través de instituciones y no por la sabiduría de los ancianos como en sus comunidades, que normalmente buscan mantener intactas las costumbres de su cultura.

Allí conoció los centros de estudiantes y vio cómo ellos ayudaban a otros compañeros. Leyó normativas sobre el espacio cívico en Venezuela y, poco a poco, se dio cuenta de que los jóvenes también podían organizarse para generar soluciones para sus comunidades. También notó, buscando en las bibliotecas y preguntándole a sus profesores, que las normativas sobre la delimitación de los territorios ancestrales y la protección y enseñanza de las lenguas indígenas no cubría a todos los pueblos indígenas por igual.

—¿Tan grave es la cosa por allá? —preguntaban sus amigas cuando ella les contaba su historia.

—No te creo —le decían con asombro.

La universidad, para ella, se convirtió en espacio de mucho aprendizaje. Mucha agua ha corrido por los ríos desde que llegó. Ocho años después, la gente en Puerto Ordaz no se asombra como antes al oír lo que pasa en el sur. Ahora la minería se encuentra entre Bolívar y el territorio Esequibo: organizaciones no gubernamentales han constatado que ni el gobierno venezolano ni el guyanés han tomado cartas para frenar el extractivismo.

Ya casi terminando su carrera, a mediados de 2022, Érika decidió regresar un tiempo con su familia, que pasaba los días entre San Martín de Turumbang y otras comunidades indígenas del oriente de Bolívar.

Al volver no se sorprendió, pero sí se entristeció al ver que el pueblo había perdido parte de su verdor. Hay más minas a pocos metros del poblado.

Pero fue una conversación entre dos niños lo que la detuvo.

—Hey, do you wanna play right now?

—Yeah! Let’s go. Over there, where the terrain is flat.

Era la primera vez que escuchaba a los niños de la comunidad hablar en inglés. Eso no había pasado, al menos no en su infancia. Sabía que muchas comunidades indígenas de Guyana se habían desplazado a Venezuela en los años 90 debido a la violencia política, pero en su mayoría terminaban hablando su lengua indígena o el español.

Fue preguntándole a las pocas profesoras que quedaban en el pueblo. Todas le respondieron algo similar: la emergencia humanitaria en Venezuela agravó la infraestructura de los colegios en la zona y los padres preferían enviar a sus hijos en botes por el río Cuyuní para que viesen clases en Guyana.

Pero allá no enseñan español, ni akawaio, ni los dialectos dentro del pemón, ni el kariña, ni ninguno de los idiomas de las nueve comunidades que viven entre Bolívar y el territorio Esequibo.

Solo inglés.

No hay una estadística que diga cuántas personas en San Martín de Turumbang dejaron de hablar el español y su lengua indígena en el último lustro. Pero Érika, conversando con distintos líderes comunitarios, cree que la mayoría de la comunidad ya no se expresa cotidianamente en su lengua materna.

Hay muchos problemas en San Martín de Turumbang, pero Érika decidió hacer algo, primero, por el acervo cultural de su población: consideró que hay que saber lo que se está perdiendo para unirse en comunidades organizadas y documentar las tradiciones —incluso por qué un territorio es protegido por su comunidad—, con la convicción de generar nuevas normativas que los protejan.

 

Se ha reunido con jóvenes indígenas, como ella, que se han interesado en su labor de documentar lo que se está perdiendo. Y con los líderes y ancianos de cada comunidad que se encuentra entre Bolívar y el Esequibo, para registrar las tradiciones orales con detalles. El proceso toma tiempo: cada consejo de ancianos debe estar de acuerdo con que los jóvenes hagan su labor (y a veces no es fácil ni rápido convencerlos).

Pero no se ha detenido.

—Vengan, muchachos. Dentro de unos minutos tendremos una reunión.

Érika llama a sus compañeros para crear un nuevo plan: hablar con las profesoras y sus abuelas para que ellas les enseñen los cuentos y leyendas akawaios y ellos los escriban y los graben.

Es un proceso lento. La minería va a dejar heridas que tardarán en cicatrizar. Por eso ella ahora va y viene de Puerto Ordaz a San Martín de Turumbang y enseña a la comunidad la importancia de la memoria: solo si hay un registro podrá recuperarse.

Preservar. Esa es otra palabra que Érika ahora relaciona con “liderazgo”. Ese verbo también la acompaña.

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