Solo quieren salvar a Simona

TEXTO:
María Ángela Arellano
ILUSTRACIONES:
Walther Sorg

Las hermanas Amalia y Elizabeth Balza son cacicas de la comunidad indígena quinanoque que habita cerca de la laguna de Urao, rodeada de humedales, un ecosistema sensible protegido desde 1979. Ellas lo han protegido de quienes han intentado dañarlo.

Sentada en una piedra, a las orillas de la laguna de Urao, Amalia Balza estaba meditando. Se dejaba abrazar por la neblina y la llovizna mientras acariciaba una alfombra de musgo y escuchaba el viento y a sus vecinos afanados en las cosechas.

Era mayo de 2023. En pocos días, en esa comunidad de Mérida llamada Lagunillas celebraría la fiesta de san Isidro Labrador. Y, semanas después, ya en junio, harían un ritual, en el solsticio de verano, para atraer la lluvia a esa laguna alrededor de la cual viven seis culturas indígenas. Los horcáz, los casés, los mucumbú, los guazábaras, los quinaroes y, de la que forma parte Amalia, los quinanoques, quienes habitan más cerca del agua.

Amalia es una lideresa. Aquella mañana no solo meditaba, sino que también vigilaba la zona: desde hacía días corría el rumor de que el alcalde quería construir una pista para carros rústicos en las cercanías de la laguna para celebrar el festival de san Isidro Labrador. Esto suponía que modificarían un territorio indígena, que además alberga un ecosistema sensible y sagrado.

De pronto, a lo lejos, comenzó a escuchar ruidos extraños.

Parecían producidos por maquinaria pesada.

Caminó varios metros y vio tractores y aplanadoras trabajando la tierra, muy cerca de la laguna. Entonces regresó a su casa lo más rápido que pudo. Tenía que alertar a su familia. Cualquier construcción en ese lugar ponía en riesgo su cultura, las cosechas de caña de azúcar, pimentón, tomate y maíz, y los humedales que Amalia y su hermana Elizabeth llevan años reforestando.

—¡Convoca una reunión urgente, por favor! —le sugirió a su hermana.

—Claro que sí. Enseguida llamo a todos.

Ambas debían ejercer su rol como cacicas. Por su historia, pero sobre todo por su conocimiento ambiental, el consejo de ancianos, los tres miembros que los quinanoques consideran más sabios, las habían escogido a ellas para esos cargos, sobre una larga tradición de líderes hombres.

Confiaban que podían evitar que la laguna se secara, como había comenzado a suceder antes. Y no era un asunto menor: para ellos esa laguna es sagrada.

 

Amalia y Elizabeth nacieron y crecieron allí, en Lagunillas. Su tía Marleny las crio entre la cultura milenaria y la contemporánea: era la yerbatera de la comunidad. Amalia, en especial, acompañaba a su tía a recoger las hierbas que crecían en los alrededores de la laguna, esas que servían para curar heridas o el mal de ojo.

Junto con los caciques y el consejo de ancianos de aquel entonces, la tía dialogó con la alcaldía para establecer delimitaciones de los territorios indígenas. Las hermanas Balza veían cómo su tía se reunía con los líderes indígenas, con mapas en mano, para discutir las zonas a proteger. La alcaldía quería construir casas y otras edificaciones cerca de la laguna y los ríos que pasan cerca de ella. Marleny conocía las zonas que tenían plantas y animales más preciados, así que el consejo de ancianos tomaba en cuenta lo que ella decía.

Fue en 2007 cuando la tía Marleny, los caciques y el consejo de ancianos quinanoques empezaron a exigirle a las autoridades de Lagunillas que delimitaran sus tierras. Denunciaban que la intervención de las cercanías de la laguna hacía que la humedad bajara, y que, en consecuencia, el cuerpo de agua se fuera reduciendo centímetro a centímetro. Dibujaron mapas, firmaron peticiones con antropólogos de la Universidad de Los Andes (ULA), hablaron con políticos.

Después de muchas idas y vueltas, luego de 5 años, lograron un acuerdo en 2012.

 

En el ínterin, la tía les enseñaba a las hermanas Balza la mitología quinanoque. Así ellas entendieron la importancia que tenía para su cultura, para su identidad.

La laguna de Urao tiene una deidad protectora: Yohama, conocida en criollo como “Simona”. La zona donde viven las seis comunidades indígenas merideñas es semiárida, susceptible a sequías si no llueve entre mayo y agosto. La historia cuenta que, hace mucho tiempo, no había llovido en meses: la laguna y las cosechas estaban a punto de secarse. Simona imploró a la deidad, hija de la luna, que entonces vivía en la laguna de Urao, que devolviera la lluvia al lugar.

Sacrificó sus brazos como ofrenda.

Yohama se volvió una serpiente y vivió en las aguas de la laguna.

Y, entonces, la lluvia volvió.

Por eso, la comunidad quinanoque hace rituales en honor a Yohama, con la esperanza de que nunca deje de llover y que nunca se seque la laguna: cada solsticio de verano y de invierno ofrecen parte de sus cosechas con bailes y música.

Si la laguna se seca es porque el espíritu de Simona se habrá mudado a los cielos y no habría cosechas nunca más.

 

Amalia decidió estudiar en la universidad para formalizar el conocimiento que le dio su familia. En 2017, a sus 18 años, quería aprender cómo conservar el ecosistema que le daba una identidad. Vio que en la ULA ofrecían la carrera de ingeniería forestal.

—Pero eres mujer. Tienes que quedarte aquí, buscar un marido y embarazarte —protestó su padre—. ¿Qué es eso de estar estudiando en Mérida? Eso queda a más de una hora de aquí. No creo que resistas vivir allá.

El reclamo de su papá venía de la visión tradicional de la comunidad. Si bien la madre y la tía de Amalia y Elizabeth eran personas con mucho conocimiento del ecosistema merideño y la cultura quinanoque, podían salir muy poco de ese entorno: su rol se reducía a persuadir a los caciques y los consejos de ancianos.

—¡Ay, papá! Esto lo hemos hablado antes, usted sabe que yo quiero estudiar y prepararme para luego sí hacer lo que usted me dice. Pa’ mí, primero va el estudio… —respondió Amalia.

—Bueh… Usted verá. Ya es mayor de edad… Eso de estudiar una carrera es de hombres, pero bueno… Como usted es necia, estudie, pues, pa’ ver si va a aguantar el ritmo de la ciudad.

Amalia comenzó a viajar todos los fines de semana a Mérida para recibir clases.

Ahí aprendió que el ecosistema donde vive se le conoce como un humedal, un lugar que se inunda de forma temporal o permanentemente. Son únicos porque no son un ecosistema completamente acuático ni completamente terrestre: los manglares, los pantanos y los pastizales que crecen cerca de los lagos son humedales.

Son tan importantes que las Naciones Unidas creó la Convención de Rasmar para protegerlos, porque esos ecosistemas albergan 40 por ciento de la biodiversidad del planeta y filtran el agua para las cosechas. Venezuela entró a ese convenio en 1988. La laguna de Urao es un Monumento Natural, un ecosistema protegido legalmente desde 1979. Pero con los intentos de la alcaldía de poblar la ciénaga de la laguna pareciera que no les hacen caso a los convenios, pensó Amalia.

Les preguntó a sus profesores si para proteger el ecosistema se podían plantar árboles de tampaco (copey), de olivo negro u otros similares que un tiempo atrás recolectaba con su tía. Le dijeron que sí, que servían debido a que eran especies autóctonas y sus raíces profundas retenían la humedad.

Así fue que, en 2017, comenzó un bosquejo de un proyecto de reforestación, que consistía en plantar árboles de tampaco y las hierbas que crecen en las aguas salobres poco profundas. Mientras iban como yerbateras a curar a sus vecinos, Amalia y Elizabeth promovían la idea de casa en casa. Pero era cierto que no ganaban muchos entusiastas.

Ese año, dos de los caciques murieron de vejez. Y la tía Marleny había fallecido en 2014.

La comunidad quinanoque normalmente es liderada por tres caciques y tres miembros del consejo de ancianos. Es decir, ahora faltaban dos caciques. Quedaban pocos líderes para tomar las decisiones y, de paso, la laguna de Urao se estaba secando, porque la alcaldía estaba construyendo edificaciones en la cuenca.

Eran tiempos difíciles.

En un esfuerzo por reivindicar el conocimiento que Marleny le ofreció a la comunidad para delimitar los territorios indígenas, los líderes comunitarios que quedaban postularon a Amalia y a Elizabeth a cacicas. Veían en ellas un liderazgo nato. En el caso de Amalia, además, había estudiado ingeniería forestal y podía aportar soluciones a la situación de la laguna.

El consejo de ancianos lo discutió por semanas. Serían las primeras cacicas oficiales en toda la historia de los quinanoques. Un hito que rompe con una tradición que se remonta a mucho antes de la llegada de Cristóbal Colón a América, más de seis siglos de costumbres. Al final, se decidieron: en 2018 nombraron a Elizabeth como primera cacica y a Amalia como su mano derecha, la segunda cacica.

—¿Y si no me toman en serio como cacica principal? —preguntó Elizabeth una vez que las nombraron lideresas.

—No digas eso. Claro que sí. Tú has demostrado ser una gran lideresa: tienes el ímpetu para ello. También eres una gran chamana, has aprendido a lidiar con lo espiritual y lo terrenal, has curado mal de ojo, has hecho cosas maravillosas… Claro que puedes con esto —respondió Amalia.

—No me dejarás sola, ¿verdad?

—Nunca.

 

Desde 2018 hasta 2020, su liderazgo se centró en garantizar mayor visibilidad y seguridad alimentaria para la comunidad, cuidando muy bien sus cosechas y llevando hacia la ciudad de Mérida sus artesanías.

El espejo de agua alcanzaba las 30 hectáreas, pero para el año 2020 ya estaba a menos de 9. La comunidad quinanoque veía que construían más casas en las riberas de los ríos que alimentan la laguna.

Amalia recogió firmas, fue casa por casa para hablar de la relación que tenía la tala de los árboles con la pérdida de la humedad y el agua en la laguna.

Llamó a la alcaldía, pero no recibió respuesta.

Fue al Instituto Nacional de Parques, pero tampoco la atendían. Hasta que un guardabosques recibió las denuncias. Poco después dejaron de construir edificaciones cerca de la laguna y los ríos que desembocan allí.

Con el origen del problema resuelto, Amalia reunió a sus vecinos para empezar a plantar los árboles de tampaco al borde de los ríos y las hierbas cerca de la laguna. Primero buscaban las plántulas, luego Amalia consultaba con sus profesores de la ULA si el lugar donde iban a plantar, efectivamente, era el sitio ideal.

Todo lo que ella aprendía de su tía y de la ULA se lo compartía a los vecinos para que entendieran por qué estaban recuperando a Simona plantando árboles y hierbas en vez de enfocarse solo en los rituales.

Su proyecto, ese que esbozaba desde 2017, tomó forma en 2020. Las plantas que los quinanoque plantaron crecieron, y el espejo de agua también. La laguna de Urao se estaba recuperando: en 2023 alcanzó aproximadamente 20 hectáreas.

Por eso, cuando Amalia reunió a la comunidad en su casa aquel 15 de mayo de 2023, la gente ya sabía por qué era importante evitar la construcción de la alcaldía.

—Aquí hay 125 familias quinanoques que nos hemos esforzado por mantener a Simona viva —exclamó Elizabeth.

—Contamos con el apoyo de sus firmas para que el alcalde no haga esa competencia de carros rústicos al lado de nuestra comunidad. Eso comprometería nuestros humedales —agregó Amalia.

La comunidad no dudó en firmar.

Poco después las otras cinco culturas que viven al margen de la laguna de Urao también escribieron.

Con un folio de hojas llenas de firmas y peticiones, Amalia y Elizabeth se acercaron a la alcaldía.

—Estamos exigiendo el retiro de toda esta maquinaria. Estamos conservando la vida de la laguna de Urao, es nuestro sitio sagrado. No vamos a permitir que dañen los humedales —dijo Elizabeth a las puertas de la alcaldía del municipio Sucre de Mérida.

—Alcalde, considere nuestra postura y no construya cerca de la laguna. Es uno de nuestros símbolos más importantes —insistió Amalia, entregando las firmas en sus manos.

El alcalde se quedó en silencio, miró a las hermanas, ojeó el documento.

Ellas temían que todo el esfuerzo que había hecho su tía y los líderes anteriores se perdiera.

El alcalde se fue sin discutir.

Al día siguiente, en pleno festival de san Isidro Labrador, no había carros ni maquinaria a la vista.

Pero Amalia no celebró. Antes de hacerlo, inspeccionó la zona intervenida para ver qué debía recuperarse del suelo. El fin de semana siguiente debía volver a la ULA para ver sus clases y aprovecharía para preguntar a sus profesores cómo proceder.

 

A las orillas de la laguna de Urao, en el estado Mérida, Amalia Balza estaba sentada en una piedra. Era un atardecer despejado de junio, sin neblina ni rocío. Iniciaba el ritual del solsticio de verano. Ella estaba meditando y, a lo lejos, escuchaba un ruido: era su hermana trayendo a los jóvenes quinanoque para que tocaran sus tambores y cuernos.

Niños y ancianos de la comunidad se acercaban al espejo de agua con ofrendas: traían sal, azúcar, miel, papa, zanahoria y todos los cultivos que tuvieron esa temporada.

Elizabeth Balza, la cacica principal, se paró sobre un morro de tierra para dirigir la ceremonia. Su corona de plumas blancas y mostaza y su traje de yute marrón contrastaban con el azul oscuro, casi negro, del agua.

Empiezan a sonar los tambores y la gente baila despacio entre las alfombras de musgo.

Le rendían tributo a Simona.

Entre la celebración, Amalia vio a los jóvenes tocar el cuerno. El viento de la música creaba unas pequeñas olas en la laguna. Allí recordó las palabras de su madre y de su tía: ella ahora está transmitiendo el conocimiento a su hijo y a sus amigos. Espera culminar pronto sus estudios de ingeniería para seguir reverdeciendo la laguna de Urao y salvar cada “pedacito de agua” de Simona.

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