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Sus últimas visitas lo han hecho sentir triste
Deciderio Cepeda aprendió de su etnia warao el respeto por la naturaleza, y de su padre sus habilidades como carpintero. Desde los 12 años las puso al servicio de su comunidad, hasta que el contexto no se lo permitió más. Pero no pierde la esperanza de que un día puedan volver a hacerlo.
Al principio aquí no había ningún warao.
En toda la superficie de nuestra tierra no se había engendrado ningún warao.
Todos los waraos estaban allá arriba: nuestros antepasados.
Nuestro Abuelo estaba allá arriba.
Así los waraos vivían allá arriba. Aquí no había waraos.
Manifestaciones religiosas de los waraos, Antonio Vaquero.
“Hermano árbol, vengo a pedirle permiso”.
Deciderio Cepeda hace el ritual como lo aprendió de su padre. Primero habla con el árbol y después corta la madera que necesita para reparar palafitos. Así lo ha hecho desde que tenía 12 años cuando su padre le enseñó. Él también era carpintero, hacía curiaras.
Con el tiempo, Deciderio y sus hermanos fueron perfeccionando la técnica e incorporaron motosierras. Con 18 años, ya sabían hacer tablas. Cambiaron las paredes de palma por madera. Un vecino les dijo: “A mí también me gustaría que me hicieran una casa así”, y ellos lo ayudaron. Después, vino otro vecino, y luego otros más. Si tenían con qué pagarles, recibían algo de dinero. Pero, si no, igual arreglaban las viviendas, porque los waraos se apoyan entre familias.
“Porque el warao tiene que saber construir su propia casa”, dice Deciderio ahora, ya adulto.
Los palafitos son construcciones sobre el río, con el techo a dos aguas, cubiertos con la palma de Temiche, con un piso de manaca siempre por encima de la marea más alta. En el Delta Medio, dónde vivía Deciderio, eran distintos, porque ahí la marea se seca la mitad del año. Por ello, su casa, de barro y bahareque, estaba en tierra firme.
Cuando empezaban las lluvias y la marea subía, debían ingeniárselas: dentro de la casa armaban el palafito. Era algo así como una litera en la que vivían los meses de marea alta sin contratiempos: ponían palos, subían chinchorros en ellos. Y cuando la marea bajaba, desarmaban esa estructura y restauraban los segmentos de las paredes que habían estado sumergidas por meses.
Así cada medio año. Por años y años.
Hasta que se casó. Su esposa vivía en el Bajo Delta, en Nabasanuka. Primero viajaba de un caño a otro con frecuencia, pero terminó mudándose. Porque además allá había más trabajo para hacer. En el Bajo Delta la marea sube y baja todos los días, cada 12 horas, por lo que el palafito es una casa sobre palos de manaca, siempre por encima del nivel de la marea más alta, que deben restaurar con frecuencia.
Eventualmente, con el trabajo hecho para otras comunidades, la carpintería se convirtió en el sustento familiar. Deciderio, poco a poco, se convirtió en quien mejoraba la calidad de vida de su etnia. En alguien que les daba una oportunidad para quedarse. Porque muchos comenzaron a irse.